Para cantarte,
mi Señor Jesús, ¡cómo me gustaría
tener ojos de
águila, corazón de niño y una lengua
bruñida por el
silencio!
Toca mi corazón,
Señor Jesucristo; tócalo
y verás cómo despiertan
los sueños enterrados
en las raíces humanas
desde el
principio del mundo.
Todas nuestras
voces se
agolpan a tus puertas.
Todas nuestras
olas
mueren en tus playas.
Todos nuestros
vientos
duermen en tus horizontes.
Los deseos más
recónditos,
sin saberlo, te reclaman y te invocan.
Los
anhelos más profundos te buscan
impacientemente.
Eres noche estrellada, música de
diamantes,
vértice del universo, fuego de
pedernal.
Allí donde posas tu planta llagada,
allí el planeta
arde en sangre y oro.
Caminas sobre las corrientes sonoras
y por
las cumbres nevadas.
Suspiras en los bosques seculares.
Sonríes en el mirto y la retama.
Respiras en las algas, hongos y
líquenes.
Por toda la amplitud del universo mineral y
vegetal te siento nacer, crecer, vivir, reír, hablar.
Eres el pulso del mundo, mi Señor Jesucristo.
Eres Aquel que siempre está viniendo desde las
lejanas galaxias, desde el centro ígneo de la tierra,
y desde el fondo del tiempo; vienes desde siempre,
desde hace millones de Años-Luz.
En tu frente resplandece el destino del mundo y en
tu corazón se concentra el fuego de los siglos.
Deslumbrado mi
corazón
ante tanta maravilla,
me inclino para
decirte:
Tú serás mi
camino y mi luz,
la causa de mi alegría,
la razón de mi
existir y el
sentido de mi vida, mi brújula
y mi horizonte,
mi ideal,
mi plenitud y mi consumación.
Fuera de Ti no
hay nada para mí.
Para Ti será mi
última canción.
¡Gloria y honor
por siempre a Ti, Rey de los siglos!
Encuentro, N° 1 – P. Ignacio Larrañaga
¡No a la guerra, ni al aborto!