lunes, 14 de octubre de 2013

Centro de Gravedad

Para cantarte, mi Señor Jesús, ¡cómo me gustaría
tener ojos de águila, corazón de niño y una lengua
bruñida por el silencio!

Toca mi corazón, 
Señor Jesucristo; tócalo 
y verás cómo despiertan 
los sueños enterrados 
en las raíces humanas 
desde el principio del mundo.

Todas nuestras voces se
agolpan a tus puertas.
Todas nuestras olas 
mueren en tus playas.
Todos nuestros vientos 
duermen en tus horizontes.


 Los deseos más recónditos, 
sin saberlo, te reclaman y te invocan. 
Los anhelos más profundos te buscan impacientemente.

Eres noche estrellada, música de diamantes,
vértice del universo, fuego de pedernal.
Allí donde posas tu planta llagada, allí el planeta
arde en sangre y oro.
Caminas sobre las corrientes sonoras y por
las cumbres nevadas.
Suspiras en los bosques seculares.
Sonríes en el mirto y la retama.
Respiras en las algas, hongos y líquenes.

Por toda la amplitud del universo mineral y
vegetal te siento nacer, crecer, vivir, reír, hablar.
Eres el pulso del mundo, mi Señor Jesucristo.
Eres Aquel que siempre está viniendo desde las
lejanas galaxias, desde el centro ígneo de la tierra,
y desde el fondo del tiempo; vienes desde siempre,
desde hace millones de Años-Luz.
En tu frente resplandece el destino del mundo y en
tu corazón se concentra el fuego de los siglos.

Deslumbrado mi corazón 
ante tanta maravilla,
me inclino para decirte:
Tú serás mi camino y mi luz, 
la causa de mi alegría,
la razón de mi existir y el 
sentido de mi vida, mi brújula
y mi horizonte, mi ideal, 
mi plenitud y mi consumación.
Fuera de Ti no hay nada para mí.
Para Ti será mi última canción.
¡Gloria y honor por siempre a Ti, Rey de los siglos!
Encuentro, N° 1 – P. Ignacio Larrañaga

¡No a la guerra, ni al aborto!

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